Mi madre ha pasado
por una fuerte bronquitis que le ha dejado una secuela: se ha quedado sin
olfato.
Ella no le da importancia, lo ha tomado como un paso más en el deterioro propio de la edad. Pero yo no puedo dejar de imaginar. Imagino que un día al encender la cocina se produce un chispazo en el cuadro de luces de la entrada, y la caja empieza poco a poco a quemarse. Imagino a mi madre cocinando mientras escucha su concurso favorito de la tele, “¿En qué fecha se implantó la moneda única en la Unión Europea?” y ella se apresura a contestar antes que el concursante: en 2002, dice en voz alta. Mientras, el humo empieza a inundar el pasillo, y ella pela un par de ajos para machacarlos, se le caen las peladuras, pero no se molesta en recogerlas, “¿cuántos países forman parte hoy de la Unión Monetaria?”, y ahí ella duda; y yo en este punto dejo de imaginar; me deslizo por supervivencia a otra reflexión. Como en las pesadillas, despierto justo antes de la muerte.
Para salvarnos de
una catástrofe es crucial reaccionar a tiempo. Y para reaccionar tenemos que
aguzar los sentidos.
Esta mañana, mientras
desayunaba con compañeras, me he acordado de mi madre. Intentaba hablar de
Bankia, de los recortes, de la reforma laboral, pero ellas insistían en cambiar
de tema. Los proyectos de vacaciones o los planes para el fin de semana eran
una conversación mucho más apasionante que la inyección de capital a un banco
privado.
Quizás no sea fácil interpretar los signos: oler el humo, notar el calor de la llama, percatarse de la destrucción que nos rodea. Llevamos mucho tiempo dejando las decisiones en manos de profesionales. El capitalismo fomenta la especialización: que cada uno sepa mucho de una sola cosa. Los ingenieros no saben escribir, los ciudadanos no entienden de política, los filólogos no saben sumar, un economista jamás ha plantado una lechuga, y un ejecutivo nunca cocina, ni siquiera será capaz de encontrar un extintor cuando la sartén entre en llamas.
Así que si un día
nos cuentan que el sistema financiero español tiene unos activos tóxicos que
podrían sumar 176.000 millones de euros, seguiremos machacando ajos con sal
mientras contestamos las preguntas de Jordi Hurtado; si nos enteramos de que se rebajará en 10.000 millones de euros el presupuesto destinado a sanidad y educación
públicas para evitar la bancarrota de un gran banco privado, nos sentiremos
estafados, pero aceptaremos lo inevitable, y si acaso nos limitaremos a pedir
que el responsable pague por ello mientras se nos llena el suelo de peladuras; si
nos dicen que a partir de ahora no existirá la negociación colectiva y que nos
podrán cambiar el horario o bajarnos el
sueldo sin apenas trámite, quizás resoplemos, o exclamemos algún lamento, pero
unos segundos después nos parecerá más urgente buscar el vino blanco para añadirlo al almirez.
Y es que tenemos los
sentidos atrofiados. Los ciudadanos por falta de costumbre en el manejo de
cifras, por falta de perspectivas o de conocimientos, y los políticos… ¡Ay los
políticos!
Es posible que ni
ellos mismos quieran darse cuenta. Pero si lo supieran, si fueran conscientes
de que el barco se hunde, se estarían preparando para caer casualmente en un
Bote salvavidas como Francesco Schettino, y ni siquiera avisarían a los suyos.
Señores: esto se
hunde. Y yo, en este punto, dejo de imaginar.