En una novela negra, a medida que avanza el relato, el lector va encajando piezas, y
la historia que acaba de leer va cobrando otra perspectiva. La realidad que
percibió en una primera lectura cambia: los pequeños gestos se convierten en
señales relevantes sin los cuales no habría tenido lugar el crimen. Aquel pastelero al que el protagonista
compraba una bamba de nata los jueves, un Volkswagen negro esperando para
aparcar, una placa que anuncia el domicilio de un dentista, pasan de ser
simples adornos narrativos a convertirse en piezas indispensables para la
trama.
Durante los últimos años nuestra realidad ha
cambiado tan rápido que a veces tenemos la impresión de estar descifrando las
claves de nuestra propia novela. Y aquello que durante décadas nos pareció
irrelevante, inevitable o perfectamente natural, ha pasado a convertirse en una
pieza más que, junto con otras nos está llevando a la consecución de un
terrible crimen.
Cuando con 25 años emigré a Madrid desde una
pequeña provincia, muchos de mis amigos emigrantes, los más cosmopolitas,
argumentaban que uno de los atractivos de un lugar tan inhóspito era el
anonimato. Era tan importante esa sensación de libertad en la gran ciudad, que muchos
de ellos afirmaban que ya no podrían vivir en un pueblo donde mil ojos te
vigilan.
Yo sin embargo siempre eché de menos el
saludo de una vecina, la sonrisa del pastelero al que compraba una bamba de nata
los jueves, la sensación de ser conocida y única en la comunidad, de que todos
supieran dónde había estudiado, y quién era mi abuelo.
Después de más de 15 años en el mismo barrio, y
especialmente después de aquel 28 de mayo de 2011, a veces creo sentir esa
imagen de pueblo, cuando paseando por el parque saludo y reconozco a la mayor
parte de viandantes con los que me cruzo.
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Frente a mi fregadero hay una ventana que da
a un patio y tras el patio una calle poco transitada. Hace unos días estaba
fregando platos después de comer a la vez que observaba una escena, una escena
que hubiera llamado la atención de cualquiera por el gesto desencajado de su
protagonista.
Era un joven que salió del coche donde había
estado discutiendo con su chica durante unos largos minutos. Salió por la
puerta del copiloto pero no la cerró. Ella arrancó con intención de marcharse, era
extraño porque nadie cerraba la puerta. Entonces el muchacho se interpuso en la
carretera impidiéndole el paso. Finalmente ella retrocedió. Él empezó a cojear
como si estuviera herido en el pie, gritándole que le había atropellado y
finalmente volvió a entrar en el coche y cerró por dentro.
Dentro del coche el muchacho se comportaba de
manera histriónica, a ratos lloraba, a ratos gritaba descompuesto, a ratos
intentaba besar a la chica, a ratos se quedaba petrificado, ido, inmóvil. Ella
estaba tensa pero muy segura. No se dejaba tocar, le pedía que se fuera, negaba
continuamente con la cabeza y con la boca. Tenía la firme determinación de no
ceder y la paciencia suficiente como para esperar a que el chaval se fuera, pero
él no se iba.
Yo
había terminado de fregar cacharros, pero continué con la encimera, la
ventana,... me iba pero al rato volvía.
Estaba en el salón cuando escuché gritos y
corrí a vigilar. Era el chico, estaba fuera del coche. Había un Volkswagen
negro en mitad de la calle, como esperando a que el coche de la joven
desaparcara. Él de nuevo impedía el paso. Se ponía delante, incluso se subió de
pié en el capó. Se arrodillaba en plena calzada. Entonces me asomé a la ventana
y le grité:
-¿Es que no sabes entender un NO?, ¡Deja en
paz a la chica de una vez!-
Otra voz femenina también le increpó desde
otra ventana. Entonces él nos desafió:
-¡Métete para dentro, cotilla, o te reviento
la ventana!.-
Por fin, aprovechando el pequeño despiste, la
joven pudo escapar. Lo malo es que el muchacho se metió en el Volkswagen que yo
creía que esperaba para aparcar, y el conductor, que al parecer era cómplice,
aceleró a lo bestia para perseguir al de la chica.
Cerré la ventana pero el eco de las palabras
del chaval retumbaba dentro de casa: ¡Métete para dentro cotilla!.
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Entonces empecé a encajar piezas: los
escraches, los maltratadores, los psicópatas, las cargas policiales.
¿Y si resulta que
ese anonimato de la gran ciudad a quien protege es a los infames?. ¿Y si en realidad cuando nos
escondemos, cuando nos avergonzamos de nuestros actos, cuando evitamos las
miradas de los vecinos es porque queremos realizar actos inaceptables o
delictivos?.
Es verdad que todo depende de lo que la
sociedad considere vergonzoso. Es cierto que en círculos infestados por
posturas fundamentalistas o moralizantes la ética puede estar desvirtuada. Pero
en un pueblo sano, conocer de cerca a nuestros vecinos nos protege de lo
perverso, mientras que el anonimato facilita las bajezas de psicópatas,
maltratadores, pederastas, malos profesionales, corruptos, ladrones,
estafadores o jóvenes posesivos y machistas.
Si un dentista estafa y engaña a sus
pacientes, no podrá sobrevivir entre los que le conocen.
Si una alcaldesa se sube el sueldo nada más acceder a su cargo, será inevitablemente señalada por sus vecinos cada vez que
salga de su casa, entre en un restaurante o lleve a su hijo al colegio.
Lo que ahora se llama escrache es la reacción
natural en un pueblo sano, en el que los ciudadanos se reconocen entre sí y
saben que si uno se desmadra los otros estarán ahí para reprochárselo, para
avergonzarle, para afearle su conducta. Saber
dónde vive un dentista, una vicepresidenta, un maltratador o un cirujano es lo
natural en un país sano, en un pueblo que sabe defenderse de su propia
podredumbre.
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