sábado, 17 de enero de 2015

La competencia

"El ángel (anhelado por Rousseau) y el demonio (conjurado por Hobbes) están en nuestra naturaleza. Pero el responsable último de que el homo sapiens sapiens pueble hoy el planeta no es el superviviente sino el cooperante."
Juan Carlos Monedero. Curso urgente de política para gente decente.

Uno de los grandes pilares en los que se sustenta la economía de mercado es la competencia. A mediados del siglo XVIII, el considerado padre de la ciencia económica, Adam Smith basó gran parte de sus teorías en la existencia de una “mano invisible” que regulara el mercado. “No por la benevolencia del carnicero, del panadero o del cervecero contamos con nuestra cena, sino por su propio interés”. Smith consideraba que si cada individuo buscaba su propio interés, esa “mano invisible” regularía las fuerzas de unos y otros propiciando una competencia que por sí misma traería consecuencias positivas para la economía.
Esta visión de la oferta y la demanda, que aún sigue estudiándose en las facultades, ha servido para comprender gran parte de las reglas que rigen los mercados. Sin embargo a lo largo de los más de doscientos cincuenta años de andadura, este equilibrio de tela de araña tejido con la mano invisible, que se autocompensaba a través del propio interés de cada individuo, ha ido escorándose. Algunas de las piezas del juego, algunos de los nodos de la red, se han hipertrofiado hasta convertirse en empresas globales, en enormes bolas pesadas que tensan los hilos del mercado y llegan a romperlos, mientras que los trabajadores, los consumidores y las pequeñas empresas han menguando llegando a desaparecer de la delicada malla que propiciaba la armonía de fuerzas niveladas.
El propio Adam Smith alertaba de posibles peligros al hablar así de los empresarios: “la opinión de estas personas deben ser siempre considerada con la máxima precaución, y nunca debe ser adoptada sino después de una investigación prolongada y cuidadosa, desarrollada no solo con la atención más escrupulosa sino también con el máximo recelo, puesto que provendrá de una clase de hombres cuyos intereses no coinciden exactamente con los de la sociedad, que tienen generalmente un interés no solo de engañar sino incluso de oprimir a la comunidad y que de hecho la han engañado y oprimido en numerosas oportunidades.” (La riqueza de las naciones, 1776).
En un libro anterior: Teoría de los sentimientos morales, publicado originalmente en 1759, hablaba de su concepción de la naturaleza humana: “Por más egoísta que se pueda suponer al hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios que le hacen interesarse por la suerte de otros, y hacen que la felicidad de éstos le resulte necesaria, aunque no derive de ella nada más que el placer de contemplarla. Tal es el caso de la lástima o la compasión, la emoción que sentimos ante la desgracia ajena cuando la vemos o cuando nos la hacen concebir de forma muy vívida”.
En definitiva, hay que poner en su contexto las palabras de Adam Smith que explicaban las reglas económicas relacionándolas con el comportamiento humano y con sus facetas, reconociendo en el ser humano una parte egoísta y otra compasiva. Y considerando que nuestra propia naturaleza tiende a compensarnos.
Sin embargo, tal como señala Christian Felber “El libre mercado sería un mercado libre si todos los que participan activamente pudieran retirarse indemnes de cualquier transacción comercial”, si pudieran decidir, por ejemplo, dejar de trabajar o dejar de comprar comida y tuvieran siempre opciones diferentes e independientes entre sí. Este espejismo se ha desvanecido por la concentración y abuso de poder, por la formación de cárteles de competencia, por la deslocalización, en fin por la descompensación de fuerzas entre las diferentes piezas del juego.
Hay que poner en su contexto las palabras de Adam Smith que explicaban las reglas económicas relacionándolas con el comportamiento humano

En España, cuando el gobierno de José María Aznar liberalizó el suelo en 1998 (ley 6/1998), argumentaba que bastaba con aumentar la oferta para que el precio de la vivienda se regulara, y según las reglas indiscutibles de la oferta y la demanda caería por su propio peso. El resultado fue que entre 1997 y 2007 los precios casi se duplicaron, al tiempo que el parque inmobiliario crecía a ritmos del 5% anual.
Y si vamos al mercado global, vemos que las leyes que se citan como incuestionables en los libros, son desvirtuadas por la situación desigual de los actores participantes: algunos sujetos pueden moverse con soltura por todo el planeta, fabricar en Bangladesh y vender en Londres, mientras que otros se juegan la vida al atravesar la valla de Melilla que separa con sus infames cuchillas el mundo de los salarios míseros del de los consumidores insensibles.
Así llegamos a la paradoja de la competitividad: a los mercados menos desarrollados dentro del primer mundo nos toca competir con la producción de países “en desarrollo”. Si no abaratamos los precios, desprotegemos el medio ambiente y rebajamos los derechos, si no somos competitivos, nuestros productos no serán demandados, nuestros negocios tendrán que cerrar porque no podrán competir en precio con los productos fabricados en las peores condiciones humanas y medioambientales. Por otro lado si aceptamos el reto global, si abaratamos salarios y relajamos las leyes que impiden proteger derechos humanos y de la madre tierra, quizás podamos vender productos y servicios, pero a la vez nos convertiremos en trabajadores precarios, pobres y sin derechos, contaminaremos nuestros ríos, destruiremos bosques y nos condenaremos a vivir en una atmósfera cancerígena. Es decir, recorreremos el camino hacia el subdesarrollo que en los países del sur de Europa ya hemos iniciado.
Poco a poco la necesidad creciente de consumo y el paulatino agotamiento de los recursos va estrangulando la zona privilegiada. Nuestro destino está vinculado al planeta global, y la sensación es que estamos viviendo una tempestad silenciosa que arrastra nuestro barco hacia un remolino vertiginoso y mortal.
El camino ya conocido es el que está guiando los pasos de la nueva sociedad. Un inquietante ejemplo es el tratado de libre comercio e inversión que desde julio de 2013 están negociando el ATCI (TTIP en inglés). “Las empresas multinacionales y los que manejan los mercados financieros, quieren dar un paso más para dominar el mundo, suplantando a los gobiernos que, en principio, son elegidos democráticamente por la ciudadanía. El borrador actual del ATCI es simplemente espeluznante puesto que dictamina, entre otras barrabasadas, que una empresa pueda hacer pagar a cualquier estado indemnizaciones multimillonarias si las medidas que pueda tomar el gobierno de cualquier estado, sea del color que sea, daña los intereses de la empresa…Adiós Constitución, adiós estatutos de las comunidades autónomas, adiós edictos municipales…adiós a todo aquello “que suene” a decisiones tomadas por los que, en principio, han sido elegidos por lo que aún se llama “sufragio universal” en los países que aún se denominan democráticos. Esto es un atraco a mano armada…uno más, atraco que se está organizando sin informar, sin transparencia, sobre algo tan importante para nuestra vida futura, la de nuestros hijos…y la de nuestros nietos.” [1]
Parece que por este camino no vamos bien: o cambiamos el sistema o morimos con él; a pesar de ello no estamos virando el timón. Un taxista me explicó este fenómeno a través de la autovía y el miedo. Me decía que cuando se produce un atasco en la ciudad, como muchos conductores conocen calles adyacentes, la retención suele extenderse en horizontal, pero cuando se produce en una autovía la mayor parte de los automovilistas se quedan esperando pacientemente aunque sepan que se dirigen a un callejón sin salida. Son muy pocos los que se aventuran hacia carreteras extrañas. El miedo a lo desconocido es tan fuerte que nos paraliza.

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